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Biografías

Abderramán III

Abderramán III
Abderramán III
Abd al-Rahman III, también llamado en una adaptación española Abderramán III. Octavo emir de la dinastía omeya independiente de Córdoba y primer califa de Córdoba, también fue conocido como al-Nasir li-Din Allah (‘el vencedor por la religión de Alá’).

Abderramán III

Nació el 7 de enero de 891 en Córdoba y fue emir (912-929) y fundador del Califato de Córdoba. Nieto de Abd Allah, emir de Córdoba y miembro de la dinastía Omeya, que había gobernado el Califato de Damasco (661-750), fue nombrado al trono por su abuelo por su inteligencia, perspicacia y tenacidad. A su muerte en 912, Abd al-Rahman III, a la edad de 21 años, asumió el gobierno de un emirato de Córdoba, prácticamente desmembrado por numerosos conflictos internos y amenazado por los cada vez más poderosos reinos cristianos de la península.

La ascensión al trono del emirato

Era hijo del príncipe heredero Mahoma y de la princesa Iñiga, hija del Fortún el Tuerto, y nieto, por tanto, del rey navarro Iñigo Arista (820-852).

El emir Abd Allah nombró a su hijo Muhammad como heredero al trono, pero fue brutalmente asesinado por su hermano al-Mutarrif, quien a su vez fue asesinado por el propio Abd Allah en represalia por tan execrable acto. El trágico final del heredero obligó al emir a designar a su nieto Abd al-Rahman como su sucesor, lo que pospuso a sus otros hijos a un papel secundario. El príncipe creció desde muy joven rodeado de los mejores maestros, además de ser instruido en los secretos de la política de Estado.

Su abuelo le fue dando poco a poco cargos y asuntos de gran responsabilidad, hasta que, a su muerte, Abd al-Rahman III heredó el trono del emirato sin oposición, cuando ya tenía una valiosa experiencia. El 16 de octubre de 912, Abd al-Rahman III recibió la acostumbrada obediencia jurada de sus tíos y otros miembros de la familia omeya.

Guerras civiles

Unificar el trabajo

Tan pronto como ascendió al trono, se encontró con la enorme tarea de unificar un Estado con tremendas divisiones internas, amenazado desde el exterior por poderosos adversarios, situación que se vio agravada por el continuo estado de conmoción en el que se encontraban todas las provincias del reino. Aunque heredó un puesto que nadie parecía querer, su primer objetivo fue emprender, lenta pero firmemente, la tarea de pacificar y unificar de nuevo todo al-Andalus bajo el poder de la dinastía Omeya.

Lo primero que hizo el joven emir fue determinar qué alianzas y fidelidades tenía, para lo cual envió emisarios a todos los gobernantes pidiéndoles sus respectivos juramentos de lealtad, obteniendo pocas adhesiones pero muchas negaciones.

Al no tener la diplomacia ningún efecto, utilizó la fuerza contra todos sus súbditos rebeldes; así, marchó en primer lugar hacia el sur, concretamente contra Sevilla, ciudad que se había independizado bajo la familia de los Banu Hachchach, y que fue rápidamente reconquistada, sin gran derramamiento de sangre a finales del año 915, así como un buen número de fortalezas de los alrededores.

Su segundo objetivo, y el que más le costó sin duda alguna, era detener las continuas incursiones del muladí Omar Ibn Hafsun, que había aprovechado los años caóticos del gobierno de Abd Allah para levantarse y gobernar como soberano efectivo gran parte de Andalucía oriental desde su inexpugnable sede en Bobastro.

Dirigió todas sus tropas contra Ibn Hafsun, gracias a lo cual conquistó, en el año 913, primero Écija y después más de setenta lugares gracias a la campaña de Monteleón, todos ellos incluidos en las provincias de Jaén, Granada y Málaga y en la serranía de Ronda, limitando así considerablemente el margen de acción del rebelde, que se vio obligado a permanecer en Bobastro sin posibilidad de desplazarse y privado de acceso al mar.

Ibn Hafsun continuó su obstinada oposición contra Córdoba hasta su muerte en 917, circunstancia que favoreció sus designios. Sus cuatro hijos siguieron las tácticas de su padre, es decir, firmar la paz un día para romperla al día siguiente, pero todos ellos se mostraron incapaces de mantener el levantamiento con la misma fortuna que su padre, lo que no les impidió sobrevivir a doce largos años de constante asedio por parte de las tropas de Abd al-Rahman III.

Finalmente, en el año 928, el último hijo de Ibn Hafsun, Hafs, se vio obligado a entregar a Bobastro, el último refugio de la familia. Visitó la fortaleza de Bobastro y destruyó todos los edificios emblemáticos del lugar, además de ordenar que se desenterraran los restos de Ibn Hafsun para ser expuestos públicamente en Córdoba clavados en cruces.

La rendición de Bobastro le dio un gran prestigio a los ojos de sus enemigos, contra los que se lanzó inmediatamente con todas las fuerzas que pudo conseguir. Una vez asegurada Sevilla y terminada la amenaza del Hafsun, el emir de Córdoba se dirigió al primero de los puntos de independencia que quedaban, Badajoz, ciudad que había gozado de total independencia bajo el reinado de su abuelo a través de la familia Banu Marwan, que al ver el poderoso ejército con el que se presentó a las puertas de la ciudad, no tuvo más remedio que someterse a su autoridad y jurarle lealtad en el año 930.

Un año antes, Abd al-Rahman III tomó la decisión política más importante de su carrera: ordenar a todos los gobernadores que el título de amir al-muminin (‘príncipe de los creyentes’) se utilizara en todos los escritos oficiales dirigidos a él y que se le invocara en todas las oraciones como califa rasul-Allah (‘sucesor del enviado de Alá’).

También tomó el apodo (laqah) de al-Nasir li-Din Allah. Las intenciones de tal medida eran muy claras: la institución califal abasí de Bagdad había entrado en un claro declive, mientras que los fatimíes del norte de África empezaban a dar muestras de respetabilidad y poder, debido a la institución califal. Para contrarrestar la ambición fatimí y reivindicar su papel de ortodoxa en el mundo islámico, decidió adoptar el título de califa.

El Califato de Córdoba

Antes de que pudiera dirigir su atención a los problemas fronterizos de la Alta Marcha y el norte de África, sofocó los dos últimos grandes focos de independencia en el interior: Toledo y Zaragoza. En primer lugar, los métodos diplomáticos desplegados por el Califa fracasaron, por lo que tuvo que organizar un largo asedio de más de dos años hasta que, por falta de alimentos, los toledanos se rindieron finalmente el 2 de agosto de 932.

En cuanto a Zaragoza, tuvo que contentarse con mantener una especie de semiprotección con el gobernador Muhammad el Tuerto, de la poderosa dinastía Tuyibí, acuerdo necesario para ambas partes: mientras el gobernador seguía manteniendo una posición privilegiada en la ciudad, pudo mantener el mismo nivel de protección.

La confrontación con los reinos cristianos peninsulares

Ocupado con la reconstrucción interna, los primeros años de su reinado terminaron con resultados negativos en su guerra con los cristianos. El rey asturiano Ordoño II (914-924) conquistó la plaza de Évora en 913, que literalmente arrasó, repitiendo un año más tarde la misma operación contra el castillo de Alanje en Mérida.

El monarca asturiano sembró el terror en toda la región del Algarve, ante lo cual poco pudo hacer. En 917, el emir de Córdoba envió a su general Ibn Abi Abba a las tierras de León para hacerse cargo de San Esteban de Gormaz, en el valle del Duero, con un resultado desastroso, ya que la gran mayoría de sus soldados perecieron en el transcurso de una sangrienta batalla contra los ejércitos de Ordoño II el 4 de septiembre.

A partir del año 920, estaba en mejores condiciones de afrontar los ataques cristianos. Así, ese mismo año preparó minuciosamente la famosa «campaña de Muez», que dirigió en persona para enfrentarse a una peligrosa alianza asturiano-navarra. La aceifa duró tres largos meses, y en ella conquistó Osma, San Esteban de Gormaz, las fortalezas de Carcar y Calahorra, además de derrotar decisivamente la alianza en la batalla de Valdejunquera el 26 de julio, gracias a la cual las tropas del emir penetraron en el corazón de las tierras navarras para saquear Pamplona.

Años más tarde, en represalia a la ferocidad de los ataques navarros contra los últimos reductos de los Banu Qasi, volvió a saquear la misma ciudad, tras derrotar en una batalla de localización incierta al rey navarro Sancho Garcés I (905-926), que no tuvo más remedio que huir a toda prisa.

Tras un período de relativa calma en las fronteras, coincidiendo con los años de sucesión y crisis política del reino asturleonés, la subida al trono del rey Ramiro II (930-950) trajo consigo la reanudación de las hostilidades entre ambos reinos. En 932, Ramiro II tomó la ciudad fronteriza de Magerit, (Madrid), seguido de una campaña triunfal en la que derrotó a las tropas cordobesas ante las murallas de Osma.

En 937, Ramiro II hizo una importante alianza con el rey de Navarra y con el gobernador musulmán de Zaragoza, Muhammad Ibn Hashim, nieto de El Tuerto. Al enterarse de la traición de su gobernador, Abd al-Rahman III se precipitó a Zaragoza. Después de pasar por las armas, la ciudad terminó rindiéndose a Córdoba.

Dos años más tarde, el 1 de agosto de 939, el Califa sufrió el mayor desastre militar en la desastrosa batalla de Simancas, en la que los contingentes asturleoneses de Ramiro II, los castellanos del conde Fernán González (930-970) y el navarro García Sánchez I (926-970) se cubrieron de gloria. Salvó milagrosamente su vida huyendo a caballo, experiencia que le hizo no volver a dirigir personalmente una aceifa. La estruendosa victoria fue aprovechada por los leoneses y los castellanos para repoblar las riberas del Tormes (Salamanca, Alba, Ledesma) y del Sepúlveda.

La muerte de Ramiro II en el año 950 permitió a Abd al-Rahman III recuperar el papel hegemónico en la Península. Su sucesor, Ordoño III (950-956), fue derrotado por una coalición de funcionarios musulmanes en el 956 y perdió más de diez mil hombres. El Califa de Córdoba firmó con el monarca asturleonés una paz ventajosa para Córdoba y bastante onerosa para León, que su sucesor, Sancho el Craso (956-966) no reconoció, obligando al Califa a reanudar la lucha en el norte.

En el año 957, Sancho el Craso sufrió una severa derrota que supuso la pérdida del trono a favor de Ordoño IV (957-960), yerno y obra del poderoso conde castellano Fernán González. El destronamiento provocó una profunda división entre los partidarios de ambos bandos que Abd al-Rahman III se apresuró a aprovechar a su favor para convertirse en el árbitro de las disputas.

Sancho el Craso se refugió en Pamplona bajo la protección directa de su abuela, la Reina Toda, quien a su vez pidió ayuda a Córdoba para restaurar a su nieto en el trono. Ambas partes llegaron pronto a un acuerdo por el cual el Califa prometió ayudar al rey destronado a recuperar su trono a cambio de varias plazas fronterizas de importante valor estratégico. En el año 960, el monarca asturleonés recuperó el trono tras la conquista de Zamora con la ayuda de las tropas cordobesas, mientras que los navarros capturaron al molesto conde castellano. El reino de León se convirtió en un afluente del Califato de Córdoba.

La política del norte de África


Abd al-Rahman III no tuvo más remedio que desarrollar una gran actividad política en toda el África septentrional para garantizar la estabilidad y la seguridad de al-Andalus, gravemente amenazada por la presencia en Marruecos del califato fatimí. Utilizó una táctica tan sabia como audaz para atraer a un buen número de partidarios a la órbita omeya mucho antes del único intento serio de los fatimíes contra al-Andalus, el saqueo de Almería en 955 por las tropas del califa fatimí al-Muizz.

Ejerció sobre los príncipes de Idrisia y las tribus bereberes un protectorado logrado y basado más en el uso del dinero que en la intervención militar, que permitió apoderarse de Cuta (927) y Tánger (951), los lugares marítimos más importantes de la costa africana del Estrecho. Por último, el califa fatimí inició, en 958, una gran ofensiva terrestre que llevó todo el norte de África, excepto los dos lugares antes mencionados, a la soberanía omeya, todo lo cual llegó a amargar los últimos años del califa.

El gobierno y la administración


Una de las principales características de la administración del reinado de Abd al-Rahman III fue su gran movilidad. Los numerosos visires, supervisados en un principio por el hayib o chambelán (cargo introducido por él) y en última instancia bajo el control directo del califa, llevaban a cabo misiones muy similares a las de una especie de jefe de oficina, es decir, de secretarios superiores encargados de una función gubernamental muy específica. Todos ellos se renovaban constantemente para evitar la concentración de poder y el establecimiento de una clientela molesta y peligrosa.

En cuanto a la administración provincial, también mostró el mismo dinamismo, con constantes nombramientos, traslados y revocaciones de puestos.

Aun así, la administración pública califal no dejó de estar en manos del casi monopolio constituido por el núcleo duro del poder omeya-qaisí, que acabó constituyendo la única baza de poder desde los primeros años de la constitución del emirato cordobés sobre los diferentes gobernantes. Por otra parte, también es interesante observar la creciente importancia de la posición de los bereberes y el papel cada vez más restringido de los muladies.

El papel del ejército y del tesoro


La política africana, las continuas expediciones contra los cristianos y las operaciones militares destinadas a mantener el orden interno que Abd al-Rahman III desplegó para mantener su autoridad exigían un ejército eficaz cuyo coste, por la fuerza, debía ser bastante elevado.

El soldado andaluz, financiado con las pensiones recaudadas de la propia Hacienda Real o con los impuestos procedentes de las provincias, vio su papel progresivamente disminuido por el reclutamiento masivo de mercenarios y soldados del centro y norte de Europa. Éstos, dóciles al principio, llegaron a desempeñar un papel importante en la corte y en los posteriores asuntos políticos de al-Andalus.

La garantía dada en varias ocasiones a los rebeldes que aceptaron la sumisión, permitiéndoles sólo pagar los impuestos coránicos, hace pensar que las autoridades fiscales califales trataban, como es lógico en todo estado musulmán, de aliviar la escasez crónica de ingresos mediante la imposición de impuestos adicionales que fueron mal aceptados por la población para hacer frente a la enorme maquinaria estatal y el mantenimiento de los militares.

Considerando que bajo su reinado el tesoro recaudó como impuestos la cantidad de 5,5 millones de dinares (moneda de oro musulmana), es lógico pensar que el número de impuestos que pesaban sobre la población debía ser bastante considerable. Por otra parte, la acuñación de monedas mantuvo un ritmo constante durante gran parte de su reinado, sólo disminuyó en los últimos años.

Reinado


Hombre de grandes dotes intelectuales, Abd al-Rahman III se comportó en materia religiosa como el más tolerante de todos los príncipes omeyas de Córdoba. Tanto cristianos como judíos disfrutaron de una vida pacífica y próspera. Imprimió mejor que nadie el sentido exacto de la Majestad Califal, e impuso un rígido protocolo que le impidió presentarse muy a menudo ante el pueblo, lo que hizo sólo en ocasiones muy especiales y siempre rodeado de una gran ostentación de poder, según un protocolo que se fue haciendo más pomposo y teatral a medida que crecían las posibilidades económicas del Estado, lo que también trajo consigo un aumento del gasto de las construcciones públicas, civiles y religiosas, como lo atestigua la creación y reconstrucción de edificios: Dar al-Sikka (la ceca de Córdoba), Dar al-Rawda (la casa del jardín florido del interior del Alcázar), la construcción de su magnífica residencia palaciega de Medina al-Zahara, la ampliación de la Mezquita Aljama de Córdoba, la construcción del arsenal de Tortosa y, por último, la puesta en marcha de una magnífica red de acequias que mejoró considerablemente la agricultura del califato. Su corte, atendida por casi diez mil esclavos, sólo comparable a la del emperador bizantino, superó en magnificencia a todas las cortes europeas.

Se puede comparar perfectamente con Abd al-Rahman I en la medida en que, como él, partió de una situación caótica, estableció un reino sólido y firme que se ganó el respeto de los cristianos, los rebeldes, los norteafricanos y los bizantinos; obligó a los fatimíes a retirarse hacia el este, a Egipto, cuando éstos fracasaron en su intento de dominar al-Magrib y, aún más, a al-Andalus. Elogiado por los poetas, la tradición musulmana lo considera uno de los gobernantes más distinguidos de la historia del Islam.

Sucesor al trono


Abd al-Rahman III nombró como sucesor al trono a su hijo mayor, el príncipe al-Hakam II (961-976) cuando sólo tenía ocho años; recibió desde su más tierna infancia la mejor educación posible entonces para un príncipe de su talla, y desde muy joven acompañó a su padre en varias expediciones para castigar a los cristianos y ocuparse de importantes asuntos de estado, lo que le dio una enorme experiencia y madurez cuando llegó al trono.

Su segundo hijo, el príncipe Abd Allah, nunca aceptó de buen grado el nombramiento de su hermano como su sucesor, dadas las obvias inclinaciones de al-Hakam hacia el mundo de la cultura y su poca inclinación hacia la política, mientras se encontraba a gusto luchando en las continuas aceifas. Inducido por su preceptor, el ambicioso Ahmed Ibn Muhammad, Abd Allah montó una conspiración palaciega para derrocar a su padre y proclamarse califa, pero la conspiración fue descubierta por los servicios de espionaje de Abd al-Rahman III, antes de que se pusiera en práctica. En vista de las pruebas del complot, tomó la trágica decisión de decapitar a su propio hijo, en junio de 949, para proteger al Estado y la candidatura de al-Hakam.

Muerte


Muere el 15 de octubre de 961, en el palacio de Medina Azahara (Córdoba), en el apogeo de su fama y poder, a la edad de setenta años y cuarenta y nueve de su reinado, durante el cual, según sus propias palabras, sólo disfrutó de catorce días de descanso y felicidad.

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